«He soñado con el fin del mundo y he visto salir de entre los escombros a las dos especies sobrevivientes: las cucarachas y los poetas.»
— Roberto Abad: El hombre crucigrama.
Matamos poetas.
Si usted ha tenido problemas con algún poeta, (vivo), nosotros somos su solución.
Nos especializamos en el asesinato de poetas.
Discreción garantizada.
Precios populares.
+(55) 5552391611
Aquello rezaba la tarjetita de presentación que había sido soltada entre la ventana semiabierta del señor Aquiles, mientras un tráfico le achacaba en circuito interior. Apenas pudo bajar la ventana de su coche cuando el chico que limpiaba su parabrisas cruzo la calle y el tráfico avanzo a vuelta de rueda. Lo vio irse por la banqueta hasta desaparecer entre un mar de autos y motos que comían el pavimento.
Aquiles, sin haber leído la tarjeta de presentación, tan solo la puso en el portavasos del coche y siguió manejando. Listo para ir al trabajo.
***
Poco después de la jornada, de vuelta en el coche, daban las seis de la tarde y el señor Garza volvía a su asiento, alineado con un tapetillo tejido de tela blanca y negra. Se pasaba los dedos por sus sienes, luego la mano surcaba sus entradas en el pelo y cerraba los ojos. — Cigarro. Ya. — Pensaba.
Sin romper la capsula, fumo en silencio en su coche mientras tomaba té.
Cerró los ojos y pasó el termo a descansar sobre el portavasos y, recorriendo sus dedos sobre él, como un ciego leyendo braille, sintió el plástico de la tarjeta. Abrió solo un ojo para leerla. Matamos poetas. Po-e-tas. Abrió los dos para asegurarse de haber leído bien. Matamos. Problemas. Vivos. Solución. Discreción. Precios populares.
¿Lo habría dejado caer el limpiador de parabrisas apropósito? Algo habría en la apariencia de Aquiles Garza para que le hubieran dado esa tarjeta, su traje café, su coche de trabajador clasemediera, su pequeña barba de chivo.
— ¿Alguien sabrá del problema que tengo con él?
Volteó a ver si nadie lo estaba viendo, lo pensó, dio un sorbo grande al té y apretó los números en su celular.
***
Llego a su oficina casi vomitando el hígado por las escaleras. Traje malbaratado gris, usando lentes negros y gorra negra de las chivas; como pensando que alguien lo iba a seguir hasta allá.
Abrió la puerta del despacho y fue recibido por un cuarto de cuatro por cuatro paredes, y una puerta con la advertencia que decía: “No entrar”.
Un hombre sentado frente a la única ventana que los iluminaba; inmóviles, una mesa y una silla frente a él. Solo un foco colgando sobre las cabezas de ambos.
— Pensaba que serían más… Me refiero a tus ayudantes.
— No tengo ayudantes, señor.
— Ah mire...
— Siéntese, por favor. Lark.
— Aquiles.
Y los dos se apretaron la mano.
Después de una plática se llegó a un acuerdo. 50,000 pesos, moneda nacional, por matar a Gregorio Buenaventura, el prometido de la hija de Aquiles. Gregorio era un poeta, y por ende, debía de morir. No se especificó la forma, ni la hora, tan solo se llegó al acuerdo de que para el domingo próximo, Gregorio debía dejar de respirar.
Y con otro apretón de manos se despidieron los hombres.
***
Lark veía desde su ventana. Era un jueves de verano. El sol hace que ellos salgan, todas las temporadas los sacan a la luz, pero esta especie es adicta al sol, como una iguana que toma calor en una jaula. Y pensaba, funesto, en el poco tiempo que tenía para idear su plan.
Mientras el otro le contaba los crímenes de aquel poeta, Lark no hacía más que fantasear con perseguirlo. El con una gabardina, con su revólver, el mundo tornado blanco-y-negro, y Gregorio corriendo por los tejados y balcones citadinos.
Durante los 31 segundos que tomaría la persecución hipotética, Lark y Gregorio, mojados por una delgada capa de lluvia, romperían ventanas, macetas y tejas. Finalmente, una vez cerca, el asesino le apuntaría y haría fuego. Y Gregorio se desplomaría de un techo hacia la calle. Pero la voz de Aquiles interrumpió su dulce fantasía, diciéndole que le debía tres meses de renta del departamento conjunto de él y su hija, que Gregorio le había prometido pagarle pasando su próxima presentación ese sábado.
Ahora frente a la ventana, Lark, planeaba que mejor, lo haría de modo sigiloso. Se convertiría en un jaguar acechador. Lo seguiría desde hoy, y para el sábado ya sabría qué hacer. Probablemente, Amelia, la hija del señor Garza, deje solo a Goyo. Ahí, se metería por algún lugar del departamento. Y una vez dentro, sin que se diera cuenta, pondría el cañón en el templo de Goyito y descargaría. Huelga decir que tiene los guantes listos, por lo que solo pondría la pistola en mano del finado y se iría antes de que llegase la prometida. Ya lo había hecho antes y funciono. El suicidio de un poeta no es una novedad.
El asesino saco una hoja de papel y una pluma y puso: “Para Amelia…” y de golpe, se detuvo. Un ademan se le formo en la cara, una torcida sonrisa, como de títere riéndose de sus propias bromas. “El sábado va a tener una presentación de un poemario.” Recordó las palabras del suegro de Goyo.
***
Un hombre usando camisa hawaiana, pantalones chinos negros y lentes negros entra a una librería de renombre en el centro de la ciudad. Toma asiento y espera a que empiece la declama. Parece una copia idéntica a los 60 invitados a su lado.
Mientras le sirven un caballito de un mezcal horrible, ve a la gente y le son indiferentes, pero aquel poeta es diferente; siempre ha sentido una extraña empatía por ellos, por más pésimos que fueran.
¿Por qué tomarse la molestia de acabar con el de esta manera? No producto de una bala anónima, ni de una apasionada persecución noir. El poeta llega a la mesa, más mezcal. Menciona que pronto se hará socio de una mezcalería independiente. Empieza.
Eres un amor de esos chingones,
Usamos las estrellas para acostarnos
Al final ¿por qué los poetas tendrían que ser diferentes? El agua de un solo río puede ser sucia o clara, pero seguirá siendo un río. Lo que importa es si este se seca. Si sus aguas son recordadas por la posteridad. Para Lark, el poeta era un animal que solo esperaba ser descubierto; que toda su anatomía se pudiera observar y analizar, y quizá, amar. Aquel poeta que se conoce, solo conoce una célula de la idea del poeta y Lark era el Robert Hooke de la célula muerta llamada: poesía.
Eres una chingonería, princesa, vótalo y vente
Tomamos clericó en Vallarta
Lark se levantó, camino hacia donde estaba la botella de mezcal que la librería — o Gregorio — compro, estaba detrás de un pilar de libros: «25 HABITOS ATOMICOS, PADRE RICO, PADRE MÁS POBRE y EL CLUB DE LAS 4 DE LA MAÑANA». Se posiciono frente a ella, viendo al sonriente Gregorio, y vertió la capsula con algún veneno. Regresando a su lugar a escuchar la declama.
Al final compro una copia del libro, lo felicito, declino la foto que Goyito le ofreció y salió de la librería.
***
En la tarde del otro día, Lark era notificado por Aquiles, Gregorio Buenaventura había recibido una muerte rápida. Lark recibió la bolsa negra con los fajos de billetes y cortaron comunicación. Aquiles, por sobretodo, pensaba que salvo al mundo de malos versos.
Faltaba una cosa para Lark, su pequeño ritual que tenía después de un trabajo. Cuidadoso, cerró la puerta de su despacho, saco su juego de llaves y se acercó a la segunda puerta cerrada de su oficina. Leyó el letrero: “No entrar”.
Volteo a ver a su puerta principal, y una vez seguro, abrió la otra puerta. El tendedero era lo primero que vio, hojas tendidas como ropa, con pinzas de lavado. Había escrito versos en aquellas hojas, algunas amarillas ya. El espeso olor a libro viejo ahogaba la nariz y piel del sicario de poetas.
Los estantes llenos de libros lo volvían a ver, ¿o el los volvía a ver? Su oscuro secretillo, su bibliofilia. Coloco la copia del libro de Gregorio en un estante y saco su revólver. Se sentó en su silla de leer. Primero saco todas las balas a excepción de una, hizo rodar el barril, sintió el cañón del arma en su sien, apuntando para donde su materia gris y bala no dañasen los tomos, quito el seguro y disparo. ¡Click!
Nada.
Abrió los ojos, destenso la mandíbula. Volteo a ver a su estantería y pensó en leer un rato a Concha Urquiza.
— Hypnos Phobos
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