El viejo reloj polvoriento guindaba en una sucia pared mientras anunciaba por enésima vez que ya eran las diez de la noche, su pitido digital, tan reconocible para los desgraciados millenials y miembros de la Gen X, les recordaba que acababan de sacrificar una hora más al demonio del trabajo, en pos de sobrevivir otra quincena, medio pagando sus deudas con el banco, medio sacando para pagar la renta, medio rascando la cartera para poderse dar una vida ligeramente más decente que sus homólogos de las maquilas al norte del país.
Las diez de la noche marcaba el reloj en su mugrienta pantalla de cristal líquido, que, a pesar de ser el único compañero de Samuel, se burlaba de su servilismo mientras él terminaba las estadísticas de productividad para el cierre del mes, pues perseguía un ascenso y al no tener nalgas para entregar, tenía que seguir la tradición de sistemáticamente adular a su superior (y hacer su trabajo de ser necesario) a fin de ganar su favor.
Egresado con honores de la universidad más prestigiosa del país a base de sus excelentes calificaciones, recién independizado, con una MBA en recursos humanos, parecía que tenía todo en la vida y sin embargo la vida estaba lista para cagarse en su cara, pues a pesar de haber ingresado hace ya cinco años a su empresa, los ascensos se los llevaban los amigos de sus superiores... o sus amantes.
-Debo agradecer que tengo un trabajo. -Se repetía como una especie de mantra enfermizo mientras contaba renglones, sacaba cifras, leía oficios y volcaba la información resultante en una hoja de cálculo con celdas tan pequeñas como los hoyos de un colador, para luego graficar en una presentación de diapositivas a fin de preparar la conferencia del día siguiente en la que ni siquiera sería él quien explicara los datos mostrados.
Con el cuello destrozado y los ojos hirviéndole, caminaba por los corredores tenuemente iluminados del edificio de la empresa, dirigiéndose a la salida, donde se encontraba con el primer ser humano que veía en horas, un portero senil que, tras hacer la ronda de vigilancia por todo el edificio con cigarrillo en mano, esperaba la jubilación sin apartar la mirada de su televisor en miniatura y solamente respondía con un ademán cada que Samuel se despedía.
-Cabrón afortunado. -Pensaron los dos mientras el más joven salía del edificio.
El aire frío de la noche, junto con el cambio de temperatura adormecía la cara de nuestro protagonista, y le provocaba dolores, "como agujazos" en sus ojos, o al menos así se lo describía al doctor, quien simplemente le decía que eran imaginaciones suyas, siempre eran imaginaciones suyas.
Como cada noche, corrió hacia la estación de metro que acostumbraba y luego de cuarenta minutos de aguantar el olor a sudor, humedad y sebo humano rancio, llegó a la parada de combis, y, como de costumbre, tomó la que lo llevaba hacia la urbanización en la que vivía, un proyecto "prometedor" por parte de una turbia inmobiliaria que, para lavar activos de cierta organización criminal, puso a la venta (a crédito, por supuesto) un sinfín de casas dúplex prefabricadas en triplay, construidas sobre suelo salitroso y alejadas de absolutamente todo.
El camino a casa era tortuoso, pero estaba acostumbrado, las curvas y los baches eran amenizados con un repertorio de cumbias de Grupo Cañaveral, elección favorita de todos los choferes suburbanos.
♪Lejos estaba de pensar,
que serías mi penitencia.
¿Cuánto tiempo he de llorar?
Cuesta caro la experiencia...
- ¡Cámara mi gente ya valió verga! Ya se la saben, celulares y carteras, pero en fa o me los vuelo a la chingada. Chofer, vete tranquilo o si no te meto un pinche plomazo.
La música y la normalidad se vieron interrumpidas cuando un par de sujetos armados comenzaron a esculcar entre las pertenencias de los pasajeros, amenazándolos con una pequeña pistola en calibre .25 que uno de ellos escondía entre sus ropas.
Samuel, totalmente desconcertado, obedeció a la orden, entregando sus bienes en un intento de salvar su vida, no sin antes llevarse un cachazo en la cabeza y una majadería, típico de los asaltos en aquella ruta.
Invadido de impotencia, despojado de sus pertenencias y, si era posible, del último vestigio de su dignidad, Samuel descartó la idea de ir a denunciar al Ministerio Público, lo consideraba una pérdida de tiempo desde el último asalto en el que una administrativa con cara de huelepedos le preguntó si conocía al asaltante o si sabía su nombre o apodo.
Sangrando de la frente, pensó en acudir al médico, pero se encontraba cansado y no tenía ganas de ir a la clínica para que algún trabajador malencarado, de esos que te dan cita hasta tres meses a futuro, le dijera que mejor se fuera al hospital de urgencias, mismo que estaba a mínimo una hora del sitio y a hora y media de su hogar, de todas formas, no le iban a tomar en cuenta la incapacidad. Continuó su camino a casa, buscando el calor hogareño que solamente su familia podía proveerle en un momento así.
Llegó a la puerta, buscando una llave entre las pertenencias que no le habían arrebatado, hurgó en el bolsillo de su pantalón de vestir, de esos cuya tela es tan delgada que parece nylon de media usando su temblorosa y pegajosa mano, aun manchada de su propia y patética sangre seca.
Abrió la puerta esperando un hogar y encontró penumbras, una casa vacía y una nota yaciendo en la mesa del comedor.
Vuelvo mañana. Te dejé un cuarto de jamón y tortillas de harina.
Sin encender las luces y tras limpiar sus heridas, de forma literal y figuradamente, comió la nefasta cena, esperando que el agua de la llave le ayudara a digerir tanto el jamón de sabor extraño como el curso que su vida había encausado. Solamente la noche lo escuchó llorar de frustración, gritar maldiciones incluso, pero no se podía quejar y aunque pudiera, a nadie le importaba lo suficiente, por lo que colocó su lamentable cabeza en la almohada y dejó que el sueño acallara su desgracia.
Por la mañana había lo esperado, un lecho vacío y lastimoso.
Mientras hacía su rutina matutina de levantarse, tender la cama, abrir las cortinas y todas esas costumbres mundanas que acompañan el inicio de un nuevo día, Samuel solía escuchar las noticias en el televisor.
"Siempre hay que estar informado", se decía a modo de justificación.
…esta mañana el Banco de México anunció una nueva alza en las tasas de interés inmobiliario, por segunda vez en el año y siendo esta una de las más altas desde 1995, les recomendamos no adquirir préstamos nuevos y liquidar a la brevedad los que se tengan.
En otras noticias, con relación a la actual emergencia sanitaria que se ha estado suscitando en la ciudad, las autoridades instan encarecidamente a la población a evitar come… *clic*
La voz del pretensioso periodista de bigote ridículo y cara de turco étnico se calló cuando Samuel apagó el televisor, listo para salir de casa con el ánimo renovado.
Decidió salirse de la rutina diaria, no tomó la combi ni el metro, solamente pidió un taxi de aplicación y sin importarle los trescientos sesenta y dos pesos que marcaba la pantalla de su celular se embarcó en el camino a su trabajo.
Sorpresivamente, el viaje le pareció increíble, la vista es magnífica cuando no tienes que mirar a más gente ni cuidar que lleven la mano a su cintura, el sonido del viento en la carretera es fenomenal cuando va acompañado de tu propia música, la ruta es más corta cuando el transporte no tiene que detenerse en cada esquina para subir o bajar pasaje.
Arribó al distrito financiero, hogar y lugar de reposo de innumerables behemots de acero y cristal que en su magnificencia lograban, enseñoreados, cubrir el sol. Titánicos gigantes sedientos de sangre de los obreros modernos que gustosos ofrendan su vida para contribuir a la gran obra, a la maquina monstruosa.
El Talmud dice que siempre, a donde quiera que voltees, siempre hay algo que mirar. Nuestro joven amigo había pasado toda su vida como un pequeño cerdo: comiendo mierda y sin mirar hacia el hermoso cielo azul, y, por primera vez en la vida sus emociones eran una mezcla de alegría, admiración, asco y terror, estaba consciente de su presente, ya no existían las deudas, ya no existía su matrimonio fallido ni sus credenciales, solo existía lo que estaba al frente de sus ojos.
Disfrutó un café en vaso de unicel y un tamal de salsa verde con carne de un delicioso sabor dulzón que le compró a una señora con acento costeño y ojos profundamente raros que pasaba por ahí en un triciclo, cosa extraña porque los vendedores ambulantes por lo general son echados a patadas por la policía a petición de los petulantes dueños de la zona.
-¿Ya mero verdad joven?
-Ya mero madre, ya mero. -Respondió alegre y con una familiaridad inusual.
Y pues sí, ya mero era su hora de entrada.
Como un trabajador incansable entró, checó su tarjeta en el reloj y saludó a todo el mundo, incluyendo al viejo portero, al que regaló un café y una felicitación por su inminente jubilación. A pesar de su comportamiento inusual, nadie preguntó por la cicatriz en su frente, al final de cuentas la gente nota muy pocas cosas, más si todos los días son iguales.
Se encontró con su jefe al que saludó con extraña efusividad, entregándole el trabajo de la noche anterior y elogiando su corbata, adornada con pequeños rombos que simulaban un fractal de colores chillones, signo del mal gusto y reflejo de su carácter pueril.
-Lo reviso Pérez, al rato te llamo para que me lo expliques, yo voy a presentar los datos en la junta de hoy.
-¡Si licenciado! -Respondió entusiasta.
Pasaron las horas y el polvoriento reloj digital las anunciaba de forma diligente mientras la oficina se iba vaciando poco a poco, salvo los baños, que eran la morada de los empleados más inteligentes en los últimos instantes de la jornada. Samuel sin embargo estaba en su escritorio, tecleando números con una enorme sonrisa en el rostro.
-Pérez, regálame unos minutos, no te vayas todavía, pasa a mi oficina, necesito hablar contigo. Y por favor ¡Ya deja de estar comiendo en el escritorio! -Dijo el licenciado mientras pasaba junto a él y le hacía una seña con la mano.
Samuel, sonriendo, asintió con la cabeza y se dirigió a la oficina del jefe, bellamente ataviada con muebles elegantes, un escritorio de vidrio y uno de esos adornos curiosos con esferas que se golpean entre sí, péndulo de Newton, creo que se llaman.
-Todos estos datos están mal, tuve que cancelar la conferencia por tus estupideces. ¿Sabes cuánto dinero gastó la compañía en tu adiestramiento? De puro milagro me di cuenta de que estaba mal, no pienso pagar por tus errores. Me corriges esto o mañana me puedes ir firmando tu renuncia. Así no me sirves. -Espetó molesto, alzando la voz y con el rostro enrojecido.
-No se preocupe licenciado, para mañana está. -Replicó tranquilo, fresco si se quiere, mientras llevaba la mano a su bolsillo y sacaba un bolígrafo.
El edificio estaba prácticamente desierto, solamente eran esos dos y el velador en la planta baja, preparándose para hacer la ronda diaria.
Tomó el bolígrafo y con un movimiento de pulgar sacó la punta con un clic, como preparándose para firmar cualquier documento que se le fuera a presentar, sin embargo, solamente se levantó de su lugar.
Y se abalanzó sobre el licenciado, yendo a por su ojo, al mismo tiempo que este gritaba aterrado y caía sobre su espalda. Una, dos, dieciséis estocadas fueron acometidas contra su persona, pudieron ser más pero el bolígrafo cedió en trozos pequeños y retorcidos de plástico y metal. Las primeras tres, en cada ojo y su garganta, fueron suficientes para que dejara de forcejear, mientras que el resto fueron por inercia, o quizá como reacción adecuada a los años de frustración que había acumulado en su cuerpo.
Samuel, recuperando el aliento e invadido por escalofríos y temblores típicos de la fiebre se incorporó del piso ya encharcado, limpió el sudor rojizo de su frente y la comisura de sus labios y decidió seguir la misma ruta que el viejo velador, yendo por detrás de él, sin ser visto ni escuchado, a través de la noche saturniana mientras visitaba una a una las cocinetas de cada ala y cada piso, girando la llave de toda estufa que dejaba detrás.
Presión, volumen, temperatura... Variables, cálculos, fórmulas. Todo estaba en su mente y estaban a punto de brotar incendiadas como violentas nubes de neón anaranjado, derribando a la bestia desde su pérfido interior maldito; como furiosos caballos rojos que buscan escapar de un corral que les queda pequeño, desesperados por emerger hacia un valle paradisiaco, dejando a su paso columnas de hermosas nubes de tormenta y cuyo galopar se escucha como los miles de cascos de la horda del Khan, pero todos a la vez, por una orgásmica fracción de segundo, para volver al silencio abismal.
Son las seis de la mañana con treinta y un minutos. Mientras usted dormía aconteció un atentado en la torre de Seguros MLC, las investigaciones llevadas a cabo en la madrugada de hoy para lo que se manejaba de forma preliminar como un accidente causado por una fuga de gas terminó involucrando a elementos federales de la Unidad Especializada en Combate al Terror en más de once especialidades forenses y un equipo e peritos independientes de las Naciones Unidas.
Hasta el momento el saldo es de sesenta y un muertos incluyendo al presunto perpetrador y cuarenta heridos tanto al interior como al exterior del inmueble, la Fiscalía Federal nos ha compartido que la Carpeta de Investigación ya sobrepasó las once mil seiscientas once fojas en las que presuntamente se detalla la grotesca naturaleza de los hallazgos al interior del edificio.
La Secretaría de Salud por otro no descarta que la creciente y desbordada ola de violencia en el país esté asociada al parasito recientemente descubierto en algunos productos de origen animal, por lo que exhortan a la población a evitar consumir alimentos cuyo origen desconozcan. La Universidad Nacional por otro lado, continúa investigando el comportamiento de este microorganismo al han descrito como “algo fuera de este mundo, de esta realidad incluso”.
Kruttz
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