El sol acompañaba cada día a Simón, desde que sus primeros rayos iluminaban un plato de picaditas que, coronadas con una endemoniada salsa y una taza de café negro al punto de hervor, que lejos de aliviar el picor, simplemente lo acentuaba, inauguraban un nuevo día en la hacienda cafetalera más prolifera de la región de lo que hoy se conoce como Los Tuxtlas, Veracruz, de donde era nativo.
Su existencia no podría ser más sencilla. Trabajaba en la plantación por un jornal miserable, iba a misa como todo hombre temeroso del señor y a veces bajaba al pueblo a embriagarse para acallar el dolor de una jornada pesada como buen mexicano, aunque a veces simplemente iba a la plaza frente al palacio municipal a tirar rostro y cortejar a cualquier señorita de buen mirar que se dejara o distrajera.
No ansiaba más porque no sabía que existiese más.
Un buen día como cualquier otro, bajó a la plaza a husmear un rato y se percató de una joven que jamás había mirado. No era como las otras, que ya estaban acostumbradas a oír sus barbaridades, ella era diferente.
De pelo negro azabache, piel trigueña y ojos grandes, oscuros y redondeados que parecían mirar dentro de su alma y de los cuales Simón no podía apartar la mirada por más que lo intentara. Algo tenía la jovencita que simplemente lo embelesó.
Se acercó para ojear sus encantos, así como para poder hacerse ver y oír por ella en una suerte de ritual de cortejo, listo para mostrarse digno de procrear.
-¡Parece que te hicieron con manteca de marrano, sabrosa!- Espetó el joven, esperando que la enésima barbaridad contra una desconocida surtiera efecto e hiciera que sus enaguas se abrieran por si solas.
La mujer, a sorpresa de todos, incluyendo Simón, correspondió el corriente halago con una sonrisa, chiveándose y exhibiendo tal rubor que acentuaba aun más sus ojos negros.
Podría decirse que ambos se atrajeron mucho, pues caminaron juntos por la plaza y él simplemente ignoró que llevaban horas platicando largo y tendido, mientras la acompañaba por el camino de terracería de las afueras del pueblo a muy altas horas de la noche, tan altas que se le hizo extraño que una señorita respetable simplemente no se preocupara por ser reprendida por su familia o atacada por extraños. Sin embargo, siguió caminando a su lado, en parte porque le preocupaba que los salteadores de caminos o las bestias de la noche la pudieran tomar desprevenida, en parte porque en definitiva no podía apartar su mirada de sus ojos, ni su atención de las cosas que sólo el sabe que le platicó.
El grito del sereno se escuchaba a lo lejos mientras los dos llegaron al pueblo de ella, un pueblo pequeño pero famoso por su bella laguna, que servía de sustento a pescadores locales y activaba la economía de la región, existían otros motivos que le daban fama, pero eran simples cuentos de ancianas rezanderas.
Sus únicos testigos fueron las oscuras calles, medianamente enlodadas adornadas por casas y más casas de adobe y carrizo, típicas construcciones rurales de aquel tiempo en que uno tenia que enterrar las tortillas y esconder a las hijas para que los soldados no se las llevaran, para deleite de su comandante y el resto de la tropa, generalmente en ese orden.
Llegaron a una pequeña casa con un patio poblado de pequeñas gallinas, guajolotes y un viejo perro negro que no se inmutó de su presencia.
-¿Te volveré a ver?- Preguntó Simón, preocupado por volver a ver a su joven amor.
-Si, voy al pueblo a comprar espíritus para mi mamá los sábados.- Respondió la muchacha, refiriéndose a unas tinturas de toronjil muy famosas en esa parte del país, utilizadas para curar de espanto y relajar la conciencia.
Simón caminó de regreso a su casa, con la floral fragancia aun impregnada dentro de su nariz, frustrado por no habérsela cogido. A pesar de ser un patán asilvestrado, él sentía que algo lo refrenaba a actuar como normalmente lo habría hecho, algo no encajaba. Habría pensado más al respecto de no ser que preocuparía a su familia por llegar tan noche, además que al día siguiente tenía que presentarse a la plantación, la deuda en la tienda no se iba a pagar sola, por lo que apretó el paso.
Los días pasaron, los jornales se ganaron y Simón siguió encontrándose a la misteriosa y bella mujer en la plaza del pueblo. Charlaban y él la acompañaba de regreso a su casa hasta muy tarde hasta que se volvió costumbre, a pesar de las advertencias que su familia, en especial las mujeres de la misma, le daban.
"Esa no es buena mujer mijo, yo se lo que te digo." "¿Donde están los padres de la chamaca?" "¡Si fuera mi hija yo ya te habría corrido a machetazos!" "La gente de allá no son buenos cristianos".
Simón parecía atender a los avisos, pero al ver esos ojos negros, él olvidaba todo y repetía el patrón. No había nada realmente importante más que esos ojos negros.
Llegó el día en que Antonieta, prima segunda de Simón, se casara en una gran celebración, mataron un cerdo e hicieron chileatole carretero, un platillo bastante popular para las fiestas. Toda la familia se reunió, alegres de saber que Antonieta se convertiría en la esposa del hacendado, dueño de la plantación, con la esperanza de que algún día terminara el sufrimiento y la miseria. Naturalmente, también estaba la familia del hacendado, más a regañadientes que nada, por tener que mezclarse con tal chusma y preocupados, casi indignados por el plato tan plebeyo, hecho de un animal tan inmundo.
Simón tendría entre manos la cereza del pastel para tan funesto e incomodo momento, llegando acompañado de una joven bonita, de oscuros cabellos y ojos inquietantes.
Por la importancia de la reunión, la familia de Simón decidió disimular el claro desagrado, tratando de forma sobrehumana sobrellevar su compañía y en parte conocer las intenciones de la muchachita, que se integró bastante bien, siendo muy acomedida y hasta cierto punto servil con los invitados de ambos clanes, cuidando incluso al niño de la familia, sirviendo los tragos de licor de caña, quiguas y toritos de café, pasando los platos a sus respectivas mesas y ayudando en los últimos preparativos del plato principal que se iba a servir: Un zacahuil enorme para todos los invitados.
La madre de Simón, con cierto recelo pero también con algo de culpa, decidió intentar congraciarse con la joven de ojos negros, la abordó mientras jugaba con el infante, pidiéndole ayuda con una simple indicación
-Muchachita, en lo que voy por más tragos para los señores, ve y haz de comer al niño.
La jovencita asintió sonriente, retirándose del lugar y llamando al pequeño hermano del hacendado, quien le siguió rápidamente.
Pasó algún tiempo y el ambiente se fue tranquilizando, los adultos de ambas familias convivieron alegres y por increíble que parezca, casi anecdóticamente, por un instante se vieron como iguales, los hombres presumieron sus proezas y las mujeres compartieron secretos y consejos maritales de los que nunca oiremos hablar, tanto que se olvidaron del plato principal y de los disgustos previos, mientras un dulce aroma, que combinado con olor a leña, inundaba la atmósfera ya impregnada por el tabaco.
En la cocina solamente estaba la hermosa joven, cocinando de forma dedicada, totalmente concentrada durante un par de horas. La madre de Simón no regresaba, pero nadie lo había notado, pues se habría llevado casi a rastras a Simón para que le acompañara al pueblo a traer el preciado liquido espirituoso y se olvidara de su obsesión tan siquiera un instante.
De pronto, salió la joven con una bandeja enorme, casi lo suficientemente grande para que fuera necesario otro par de manos para cargarla, con un precioso zacahuil, que, aunque ligeramente abierto por el peso que el relleno ejercía en sus paredes, a todo el mundo cautivó.
Todos alabaron la destreza y sazón de la jovencita, mientras destacaban el sabor del relleno del zacahuil, inclusive la familia del hacendado se vio complacida de ver que no estaba relleno de carne de puerco.
-Chamaca, ¿De qué es este zacahuil que está tan rico?
Kruttz
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