¿Es grande el mundo? — Es grande. Del tamaño del miedo.
Canción de cuna, Rosario Castellanos.
Era una noche hosca, ambientada por un viento helado, recalcitrante; que se encajaba en la
piel, del que adormece la nariz y rompe los labios. Ese viento con el que se distinguen las
últimas noches del año.
Dentro de la última casa, en la última cuadra, de un barrio que distaba de ser ostentoso.
Apartado de la ocasional e intrigosa visita, se encontraba el descanso de un recién nacido. El
lugar parecía un inoculado altar. Una filtración de la ventana y el llanto disminuido del neonato,
violaban la santidad de la estampa, devolviéndole a un tiempo terrenal y profano.
Mientras el niño se quedaba en casa, la madre salía a conseguir unos pesos para, por
lo menos, malcomer, decía: “Todo se puede aguantar, menos el hambre”.
El débil lamento llamó la atención de una figura femenina que atravesó por la puerta y
enseguida advirtió lo gélido de la habitación, señal de que ese raquítico calefactor a gas, había
perdido la batalla en contra de la helada ventisca. Acercose al infante con sumo cuidado,
tratando de no perturbarle, como si su mera presencia fuese algún tipo de transgresión a la
serenidad de la habitación.
Con delicadeza lo arropó y tratando de calmar su sollozo, empezó a arrullarlo mientras
entonaba esta canción:
Descansa niñoes tu destino;no habrá tristezatampoco fríomi suave cantoserá tu arrullobajo mi mantono estarás desnudoen tu exiliode todo martirioel sueño y el cirioserán tu alivioquien por ti rezate cuidará en lo sombrío.
El niño se sumió en una profunda tranquilidad, la hierofanía había vuelto.
Solo el calmado murmullo del calefactor mantenía atada a la habitación al presente, aunque era
incapaz de perturbar totalmente lo sacro de esta quietud.
A lo lejos se escucha acercarse unos pesados y pausados pasos rasgando el invisible
velo de la quietud. Con una leve caricia y la voz más dulce le dice:
—Buenos días, mi amor. Ya llegué, ya llegó mamá. Bebé, bebé — con la preocupación —
amor, cariño. Despierta cariño.
El temor, la desesperación y la impotencia empiezan a ahogar su voz.
Tomó al niño entre sus brazos y lo estrujó fuertemente.
— Por favor, mi amor, despierta — el llanto empezó a nublar su juicio.
Corrió gritando hacia la calle, como un banshee, desgarraba su voz.
— ¡Ayuda, por favor! ¡Mi niño! ¡Ayuda!
Nadie atendió su súplica.
Tomó con mayor fuerza su inerte crío, lo rejuntó tanto como pudo a su pecho, como si
quisiese transmutar su llanto y su desespero en vida, para compartírsela a su niño.
Eeriernst
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