Puedo apostar todo lo que tienes en el bolsillo derecho a que en algún momento de tu vida escuchaste hablar de las transfusiones de sangre, quizá tuviste un familiar que necesitaba una, o tú mismo has tenido algún accidente o cirugía en la que se necesitaba que metieran una aguja en tu bracito y te inyectaran sangre de alguien más para evitar que murieras miserablemente de un shock hipovolémico.
Son procedimientos tan usuales que incluso hay un banco donde almacenan la sangre que los buenos samaritanos van y donan a cambio de un desayunito al estilo del viejo PRI.
Obviamente la moneda del alma requiere ser resguardada en un banco. Es un bien con un valor inconmensurable, en la sangre reside tu identidad y la historia de tus antepasados, es tu huella de nacimiento.
Para los antiguos griegos, la sangre era un elixir mágico. También para los romanos, como decía mi compa, Plinio el Viejo, la gente iba en estampida a lamer el suelo de las arenas de combate cuando se derramaba la sangre de los gladiadores muertos para curar sus males y como afrodisiaco.
Incluso unos cuantos años más tarde, durante el Renacimiento, había un cura católico llamado Marcelo Ficino que promovía la práctica de beber sangre joven para recuperar el vigor de la juventud (obviamente era costoso y solo la élite de la sociedad se lo podía permitir sin que la Inquisición los estuviera chingando).
Y entre estos poderosos, se puede mencionar el caso del mismísimo Papa de Roma en aquel entonces, el Papa Inocencio VIII, porque fue el primer caso documentado de la época.
Claro, si le preguntas a cualquier médico, te dirá que la primera transfusión se dio en 1667 por parte de Jean Baptiste Denis, sin embargo, la historia oficial siempre suele tener sus detalles y omisiones.
Verás, el Papa estaba bastante enfermo, no se podía parar de la cama y lelia pancha cuando comía cualquier cosa sólida. Hasta que su amigo el señor Rodrigo Borja, alias Rodrigo Borgia (posteriormente sería Alejandro VI cuando se volviera Papa también), le recomendó un médico muy famoso de origen judío llamado Giacomo di San Genesio.
¿Y cuál fue la idea de este doctor? Pues muy fácil, su diagnóstico fue que la sangre del Papa tenía que renovarse, por lo que procedió a comprar tres niños de diez años a tres familias pobres por un ducado cada uno (o al menos se los prometió), y procedió a hacer el primer intento documentado de transfusión sanguínea. Practicó la sangría a los tres, los rebanó para hacer fluir su sangre hacia un cáliz y se lo dio a beber a Inocencio.
El resultado fue que se le pasó la mano y los niños se murieron desangrados ALV y también el Papa.
Claramente malinterpretaron eso de que tomad y bebed: esta es mi sangre. ¿No?
Los siglos pasaron y las transfusiones se volvieron cada vez más frecuentes y menos tabú, las técnicas evolucionaron para ser oficialmente aceptadas por la medicina. Lo mismo pasó con todo lo que tenga que ver con la sangre humana.
Incluso los mismos vampiros de la ficción son cada vez menos temidos, de ser monstruos de nariz aguileña y entradas pronunciadas, objetivos de asesinato para las turbas violentas o para legendarias familias de cazavampiros, ahora son pálidas figuras metrosexuales de aspecto amigable que muerden jovencitas para alimentarse [pero que luchan contra su naturaleza supuestamente], protagonistas de libros y películas para adolescentes a las que programaron con la idea de que ser presa de un vampiro es algo deseable.
La idea de entregar la sangre es cada vez más normal, pues se “dona vida”. Y eso no tendría por qué ser malo, salvo que en dichos bancos de sangre realmente nunca se sabe a dónde van a parar los millones de litros que se entregan a organismos como la Cruz Roja. No existe una transparencia. Bien podría estar alimentando a un ejército de tecnovampiros demoniacos, o siendo usada en rituales llevados a cabo en secreto en los pisos más altos de los rascacielos de tu ciudad, fuera de la vista del ojo público, donde se llevan a cabo las fiestas en las que los potentados magnates y sus amigos políticos deciden el rumbo que va a llevar tu “democracia”.
Y todo esto desemboca en prácticas inquietantes como algo llamado Parabiosis.
Si viste el capítulo de terror de los Simpson donde Bart tiene un gemelo siamés malvado que quería coserse de vuelta a él y para practicar hizo una rata-paloma. Pues básicamente la parabiosis es eso.
Desde los años cincuenta están explorando prácticas experimentales en las que cosen dos ratas, una más vieja que la otra, y observan como al compartir el flujo sanguíneo la rata vieja se beneficiaba tremendamente, sus cartílagos y el pelaje prácticamente rejuvenecían. Los cambios también se producen a nivel microgliar, el cerebro responde revirtiendo el envejecimiento.
Vamos, si fueron capaces de capturar miles y cientos miles de cangrejos de herradura para sangrarlos, muchas veces hasta la muerte para alimentar a la industria farmacéutica y de vacunas.
¿Qué te hace pensar que no lo harán contigo?
¿No te parece curioso que la gente más poderosa suele ser también la más longeva?
¿Notas el patrón?
Kruttz
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